La democracia liberal y la libertad humana
Parte de la fundamentación del mundo “progresista” para promover el aborto y la eutanasia reside precisamente en algo así como una “previsualización” del futuro que de alguna manera logran realizar y que les permite afirmar que posturas que abogan por el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural serán catalogadas, en 10, 20 o 30 años (nunca lo saben) como “retrógradas”, “medievales”, “arcaicas”.
Hace pocos días conmemoramos 34 años desde la caída del Muro de Berlín. Bajo una perspectiva de largo plazo esto es reciente. Pero precisamente por eso, resulta increíble lo mucho que han cambiado los paradigmas y la forma en que se han diluido las certezas que se instalaron a partir de aquel ahora lejano 9 de noviembre. Hoy, las discusiones sobre política y sociedad parecen discurrir sobre derroteros muy distintos respecto de los que se presentaban en la década de 1990. Los supuestos con que se realizan los análisis sociológicos y políticos parecieran ser muy diferentes. Si llega a ser verdad que el tiempo no pasa en vano, estos últimos 30 años lo han demostrado con una fuerza extraordinaria y de un modo muy particular.
Y es que a partir de la caída de la URSS se fueron instalando una serie de planteamientos que sostenían una victoria final e imprescriptible de la democracia representativa como sistema de gobierno y del libre mercado. Se llegó a hablar de que habíamos llegado al “fin de la historia”, momento en que la democracia liberal se lograba erigir como el paradigma del buen gobierno, y en que cualquier otro sistema político quedaba descartado de frentón. El colapso de los socialismos reales crearon la ilusión de que los dogmas de soberanía popular, separación de poderes y derechos individuales se expandirían por todo el mundo. Que no dejarían sitio sin imponerse. Parecía.
Hoy, difícilmente alguien llegaría a plantear en serio cualquiera de las afirmaciones anteriores. Vemos que la democracia representativa, tal y como la conocemos, más que erigirse en modelo de gobierno destinado a sobrevivir sempiternamente, podría terminar convirtiéndose en el sistema político que menos haya durado en la historia. Más que tierra prometida, podría trocar en guaripola de los regímenes que conducen a la frustración y la decadencia. Y, más que símbolo de libertad, igualdad y fraternidad, va en camino de transformarse en el emblema del fracaso para intentar encauzar los anhelos ciudadanos. El surgimiento de populismos que llegan al poder a partir de una denuncia de todo lo que representa el paradigma liberal post caída del Muro de Berlín; la asunción de gobiernos autoritarios en algunos países; un creciente consenso acerca de que los derechos individuales pueden y deben ser limitados en algunas ocasiones: todos estos son ejemplos que nos muestran lo hondo de la crisis que se nos presenta.
Pero, ¿cómo es que sucedió todo esto? ¿A qué se debe el desprestigio de la democracia? Por cierto, existen distintas razones. El fenómeno es todo menos simple. Con todo, encontramos un buen resumen, que logra dar cuenta cabal de lo que hay detrás, en la frase del jurista alemán Böckenförde: “el Estado libre, secularizado, vive de supuestos que él mismo no puede garantizar”. Parece coincidir en este punto el filósofo francés Pierre Manent, en su libro Curso de Filosofía Política (Fayard, 2001), cuando señala que “la igualdad y la democracia entraron al mundo en nombre de la naturaleza. Más adelante –ahí estamos nosotros–, la democracia y la igualdad se volvieron contra la naturaleza”. Este último punto podemos apreciarlo con claridad en la actualidad, toda vez que el fundamentalismo democrático nos indica que las mayorías circunstanciales son la única regla y medida con que evaluar la conveniencia e incluso la bondad o maldad de los ordenamientos jurídicos. Siempre que nazca de un consenso y esté contemplado en la Constitución, cualquier cosa está permitida. Como observaba el historiador Paul Johnson en la década de 1990 en una se sus columnas, «los innovadores que intentarán tomar el poder y cambiar las reglas de la vida humana en el siglo veintiuno sienten desprecio por la moralidad absoluta, y creen que la moral y el derecho deberían ser relativos, y modificarse en ocasiones para adecuarse a la conveniencia de hombres y mujeres».
Por supuesto, las ideas anteriormente expuestas no agotan el problema, pero logran iluminar ciertos aspectos que explican qué hay detrás de la crisis de la democracia liberal.
Pero, cualesquiera que sean las razones, quizás la lección más importante que hemos podido extraer de las últimas décadas y las sorpresas que han traído consigo, es la importancia de no olvidar que la persona humana libre es el único y verdadero motor de la historia. Los últimos años han demostrado que el futuro es, por encima de cualquier otra cosa, un libro abierto, y que su desarrollo no depende de nada más que de nosotros mismos. Ha quedado claro que la existencia del libre albedrío es algo más que una mera especulación metafísica abstracta. No es posible predecir la conducta humana como quien hace un pronóstico del clima. Paul Johnson también nos alumbra en este punto, cuando nos señala en otra de sus columnas que «una vida de trabajo como historiador me ha convencido de que los seres humanos somos amos de nuestro destino. Nada está perdido ni ganado de antemano: cada cual debe jugar la partida».
Para fortuna nuestra, la historia no sigue un camino trazado, ni hay fuerzas que nos determinen en uno u otro sentido. Cuando se tienen en cuenta las consideraciones anteriores, deja de tener sentido hablar de un “fin de la historia”. El verdadero fin de la historia llegará exclusivamente cuando deje de haber hombres sobre la tierra.
Vale la pena recordar todo en las circunstancias actuales. Y es que parte de la fundamentación del mundo “progresista” para promover el aborto y la eutanasia reside precisamente en algo así como una “previsualización” del futuro que de alguna manera logran realizar y que les permite afirmar que posturas que abogan por el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural serán catalogadas, en 10, 20 o 30 años (nunca lo saben) como “retrógradas”, “medievales”, “arcaicas”. Con una frivolidad impresentable, indican qué posturas pertenecen al pasado y cuáles se impondrán en el futuro, todo según si forman parte o no de su agenda ideológica. ¿Es que acaso disponen de una máquina del tiempo? Ojalá que no sea la misma máquina averiada de que dispusieron los pregoneros del liberalismo, cuando afirmaron que el futuro del hombre estaba inseparablemente unido de la democracia liberal.
A 34 años de la caída del muro, las afirmaciones del tipo “el mundo avanza para este u aquél lado”, nunca han tenido menos vigencia.
Y es una suerte que así sea, aunque algunos se empeñen en olvidarlo.
Diego Croquevielle, Director de Formación de ChileSiempre.